Abriendo la caja negra de la cocina

La historia intelectual europea cuenta entre sus filas con un pensador, Ludwig Wittgenstein, que tuvo el enorme arrojo de desdecirse de todo aquello que defendió en su primer trabajo, el revolucionario Tractatus lógico-philosophicus (1921), investigación que puso patas arriba el paradigma filosófico vigente hasta la fecha. Al final de este texto, el autor advierte, no sin cierto desdén hacia su propia gesta, que las proposiciones que contiene el libro son como una escalera que el lector habrá de arrojar después de haber subido por ella. Wittgenstein, como buen heredero de la tradición centroeuropea, tenía entonces una concepción austera, casi económica, del lenguaje. El lenguaje no daba para dispendios. «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» y “De lo que no se puede hablar mejor callar” son algunas de las ideas del filósofo austriaco contenidas en el Tractatus que se repiten como mantras, aún hoy, en el debate filosófico.

En su última obra, las Investigaciones filosóficas (1953), el lenguaje, sorpresivamente, se vuelve para Wittgenstein algo exuberante, una especie de juego social, porque no es ya un lenguaje solamente pensado, sino usado por una comunidad de hablantes caracterizada por su pluralidad. Esta nueva visión en torno al lenguaje inspira sentencias como, “Una palabra nueva es como una semilla fresca que se arroja al terreno de la discusión” o «Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida”.

Viene esto a colación de la noción de “software libre” (free software), y su derivada el “código abierto” (open source), que son dos de los ejes en torno a los cuales vamos a reflexionar en la sexta edición de Diálogos de cocina. Combinando las dos perspectivas de Wittgenstein, la del lenguaje como límite y como semillero de formas de vida, podríamos decir que los usos de las nociones de software libre y código abierto marcan sus respectivos campos de acción e influencia.

El término inglés free software está atravesado por la ambigüedad semántica: free significa, a un tiempo, libre y gratuito. Generalmente, y este es un extremo que habla de los valores que caracterizan a nuestra sociedad, se privilegia la acepción de gratuito por sobre la de libre. El lenguaje adquiere aquí un sentido literalmente económico. La libertad se termina confundiendo con la gratuidad, de suerte que el término software libre termina haciendo referencia al hecho de adquirir un software de manera gratuita.

Para resolver la ambivalencia del concepto, el inglés, rompiendo la tendencia habitual, se ha visto obligado a acudir al español, concretamente a la expresión “libre software”. Sólo así es posible distinguir el software meramente gratuito de aquel otro, sin duda más interesante y propositivo, que pone a disposición del usuario, y no necesariamente de forma gratuita, el código fuente del programa, es decir, la puerta trasera que abre el programa para que se pueda intervenir sobre él.

En este otro sentido, menos perezoso o más exigente que el primero, habida cuenta que implica no sólo un consumidor, sino también un productor, esto es un prosumidor, la expresión código abierto se refiere a un software no solo libremente distribuido, sino también libremente desarrollado, puesto que hace posible modificar sin restricciones el código fuente del programa, siempre bajo la regla implícita de no alterar dichas condiciones de libertad en el futuro. La idea de código abierto parte, pues, de la premisa no sólo ética o política, sino también “técnica” de que al compartir el código, el programa resultante tenderá a ser de calidad superior al software denominado “propietario” o “privativo”, aquel que cierra todo acceso al código y a su manipulación.

En esta edición de Diálogos de cocina nos proponemos discutir en torno a si es posible hacer extensiva la idea de código abierto a la cocina ¿Es la gastronomía una actividad open source? Todos los indicios apuntan en esta dirección. Ya pasó el tiempo en que los cirujanos ordenaban a sus residentes desviar la mirada cuando la intervención llegaba al clímax técnico; también el de los padres que, como en el chiste, esperaban al mismísimo lecho de muerte para desvelar a sus hijos la ubicación de los mejores setales; o el de los cocineros que se resistían a transmitir sus secretos, su “toque” personal, a los ávidos aprendices. Vivimos en sociedades en las que el conocimiento y la creatividad han de ofrecerse en abierto. No es otro el sentido de la expresión Creative Commons, esa creatividad colectiva que ha de compartirse, hacerse común, para que siga germinando.

Como le ocurre a un niño frente a un juguete que acaba de estrenar, tenemos que poseer la curiosidad y la frescura suficiente para querer descerrajarlo y ver cómo funciona antes de empezar a jugar con él. Pero esto ha de ir acompañado necesariamente de una actitud adulta, generosa y socialmente responsable que propague el conocimiento obtenido, no vaya a ser que guardar el secreto en el zurrón impida que vuelvan a surgir nuevos juguetes que descerrajar. La cocina fue una caja negra durante largo tiempo y no por propia voluntad, sino por una incomprensible vergüenza social. Ahora que parece que se ha abierto definitivamente, no volvamos a cerrarla a cal y canto.

Iñaki Martínez de Albeniz