Andoni Luis Aduriz

Pocas fuerzas son tan movilizadoras como el hambre. El hambre nos hace audaces, y creativos en nuestra audacia. Un día, en algún lugar del planeta, la leche se estropeó, fermentó y como alguien tenía hambre, decidió comérsela. Hoy lo llamamos kefir y podemos encontrarlo en cualquier supermercado. Los ejemplos son innumerables. Aquí mismo, en Euskadi, uno de los totems de nuestro recetario fue durante siglos descartado como despojo o utilizado para alimentar a los cerdos y hoy se considera un bocado exquisito (aunque en la mayor parte del mundo se siguen desechando): las kokotxas. Sin duda había que tener hambre para ser el primero en atreverse a meterse aquello en la boca.

El día que nos volvimos ricos, cuando el hambre dejó de ser un compañero constante para convertirse en una punzada inofensiva y fácil de acallar, empezamos a elegir qué comer y qué no. Nos permitimos el lujo de comprar sólo las pechugas del pollo, descartando su piel o sus patas.

Como nos estorbaban las semillas de las uvas o las sandías, nos pusimos a diseñar genéticamente sandías y uvas desprovistas de ellas. Las patatas deformes, las verduras y hortalizas que no cumplían con nuestros estrictos criterios estéticos, se empezaron a quedar “olvidadas” en los campos o a utilizarse para alimentar a los animales. Nuestros cubos de basura se llenaron de “recortes” por los que en otro tiempo nos habríamos peleado.

“Despojos”, “desechos”, “descartes”, “sobras”… “basura”. El lenguaje, como comenta el chef Matt Orlando en este número de Papeles de Cocina, juega un papel fundamental, porque esos son los términos que aplicamos a aquellas partes de los alimentos que no sabemos (o no queremos) aprovechar, pero como él mismo ha demostrado, incluso en los posos de café se esconde una oportunidad para crear algo delicioso.

El porcentaje de alimentos que producimos y no llegamos a consumir es gigantesca, lo que, como nos indica la experta en cambio climático María José Sanz en estas páginas, sugiere que la enorme presión a la que estamos sometiendo al planeta, a nuestros recursos naturales, está desbocada y debe racionalizarse, adaptarse a nuestras necesidades reales. El sistema alimentario que nos mantiene vivos tiene un amplio margen de mejora en todas sus fases y algunos de sus valores, que Alice Waters describe aquí aguda y pormenorizadamente, deben reconsiderarse para dar lugar a un modelo en el que conceptos como sostenibilidad, diversidad o interconectividad estén por encima de los de velocidad, uniformidad o disponibilidad y en el que el la principal virtud de nuestra comida no sea su bajo precio. Porque comer barato tiene su precio, un precio oculto que el propio sistema se encarga de invisibilizar. Y si no somos nosotros quienes lo pagamos, es porque alguien más lo está pagando: agricultores que no reciben el dinero que deben por su labor, trabajadores explotados, gente que cae enferma por culpa de su dieta con el consiguiente impacto en el sistema de salud, animales hacinados, suelos y bosques arrasados…

Editorial escrito por Andoni Luis Aduriz para Papales de Cocina 2020