Música para comilones

Si no tienen párpados las orejas, si no hay sueño para la audición, ¿por qué no darle importancia a las bandas sonoras en los restaurantes?

Sasha Correa

¿Podrá escucharlo Mick Jagger? ¿Estará en capacidad de oír en loop sus canciones maquilladas —y hasta mutiladas— con aires de bossa nova sin perder la paciencia? ¿No le irritarán, al Rolling Stone, las versiones light de sus clásicos del rock… O soy yo la única a quien le resulta inaguantable tener que conformarse, en un restaurante, con la antipática simpatía por el diablo de Bossa n’Stones? Lo mismo si tocara Bossa n’Ramones, Bossa n’Marley, Bossa n’U2, Bossa n’Floyd… “Bossa n’Whatever”. Da lo mismo.

Independientemente de las manías propias de una melómana anónima, un disco viejo de Hotel Costes o Buddha Bar dando vueltas sin parar; verse atrapado en un corto playlist con pistas de Barbra Streisand, Rod Stewart o —para ser más “contemporáneos”— de Michael Bublé puede acabar por indigestar a cualquiera. Lo mismo si la elección se hace estridente, insistente, aburrida o simplemente fuera de contexto. Aquello que llaman “música ambiente” no siempre es suficiente.

Sucede, como dice Pascal Quignard, que las orejas no tienen párpados: “La música viola el cuerpo humano. Enfrentado a la música, el oído no puede cerrarse. No hay impermeabilidad de uno mismo ante lo sonoro. El sonido toca el cuerpo, como si el cuerpo se presentara ante el sonido, más que desnudo, desprovisto de piel. Orejas: ¿donde está vuestro prepucio?”.

Si escuchar es inevitable, si no hay sueño para la audición, si se pueden cerrar los ojos, pero nunca los oídos… si una persona escucha lo que tiene a su alrededor, quiéralo o no: ¿Por qué no darle importancia a este tema en los restaurantes?.

Pepe Solla comanda Casa Solla en Pontevedra. Tiene una estrella Michelin. Tiene buena comida. Y tiene buena música. Cada vez que puede, cambia el mango de su sartén por el brazo de una guitarra. Con un pasado rockero aún latente, advierte: “Si te da igual, no pongas nada. Me llama la atención que un chef cuide cada detalle, a sabiendas de que hasta el mínimo elemento aporta, y luego descuide algo tan elemental. De la misma manera en que cocinamos lo que nos gusta comer, creo que deberíamos colocar lo que nos gusta escuchar, expresando nuestro modo de ser incluso a través de esta otra forma de comunicación”.

A sus playlists dedica tiempo y hasta disciplina. No sale del paso. Sus claves, además de incluir siempre algo de Eddie Vedder y Ben Harper, apuntan a colocar su banda sonora lo suficientemente baja para que no moleste, buscando que sirva para acompañar y hasta arropar a la gente cuando lo necesite, sin perder la facultad para desaparecer discretamente cuando ya no se le requiera.

Asumiendo esto como realidad innegociable, juega con la idea de siete pecados capitales. “Caeríamos en lujuria si usamos lo que queremos sin sentido, por puro complacer nuestro antojo sin pensar en el otro; es como si pusiera “The End” de Pearl Jam sólo para mostrarme. Excederse en algo demasiado intelectual sería lo mismo… Se incurre en gula cuando las secuencias se repiten infinitamente, hay quienes se dan cuenta y se irritan. Soberbia sería renunciar a la posibilidad de poner buena música frente a tu propia incapacidad, alegando que no hace falta, que más bien sobra”.

Con los oídos llenos —y la boca también—, continúa: “Actuar desde la ira sería sobrepasarse en el volumen, como cuando nos molestamos y hablamos por encima de lo debido para dejar clara nuestra inconformidad. La pereza está a la orden del día: a muchos simplemente no les importa. Avaricia, mientras tanto, sería pretender algo excepcional sin tener la sensibilidad. ¿Envidia? Fácil, copiar lo ajeno en lugar de atreverse”.

Al escuchar música, se activan sustancias químicas en el organismo que actúan sobre el sistema nervioso central, estimulando la producción de neurotransmisores. La reacción que se produce es tan personal como cultural; depende del patrimonio de referencias único y cambiante que posee cada cual.

Jordi A. Jauset Berrocal precisa que la música “que nos gusta” aumenta la producción de oxitocina y la generación de ondas cerebrales alfa, asociadas a estados de relajación corporal y psíquica. Cuando disgusta, asevera que puede atrofiar una serie de neuronas del cerebro, produciendo cambios de humor, sudoración, nerviosismo, taquicardia… Pero: ¿qué gusta y qué no gusta? ¿Cómo dar con un fórmula perfecta, con una selección que agrade a todos? El que tenga la respuesta que levante la mano.

Confesiones desde el tímpano

Pocas cosas cortocircuitan más la razón como el sonido. Suele imponerse desde la emoción, brindando un registro inmaterial e inigualable del tiempo. “Es la búsqueda hacia los lugares perdidos del pasado, las demoras y los espejismos de la memoria. Es la historia inclinándose hacia adelante en la forma intangible del sonido para reconfigurar el presente y el futuro”, refiere David Toop en Resonancia siniestra.

En esa misma sintonía vibran las papilas de Massimo Bottura, un chef para quien la música es el pan de cada día. Y es más que eso: es pasadizo predilecto hacia otras dimensiones. Que se remita a pasajes de esta naturaleza para explicarse mejor, le es tan natural como suculento. En no pocas entrevistas y conversaciones saca, debajo de su manga, estrofas y coros venidos al caso.

En un primer encuentro, le pregunté su opinión sobre el papel que correspondía a los periodistas en medio de todo este boom gastronómico. Sacó su iPhone, abrió su iTunes y respondió con la ayuda de Bob Dylan:

“Come writers and critics

Who prophesize with your pen

And keep your eyes wide

The chance won’t come again

And don’t speak too soon

For the wheel’s still in spin

And there’s no tellin’ who

That it’s namin’

For the loser now

Will be later to win

For the times they are a-changin’”.

Del mismo modo, luego de ganar su tercera estrella Michelin, un clásico del blues era lo que daba vueltas en la punta de su lengua: “Nobody Knows You When You’re Down and Out”. Bruce Springsteen, Johnny Cash, Chet Baker, Miles Davis, Jackson Browne, The Beatles… son apenas parte del índice con el que archiva sus días. Cada mención brota de sus labios —y de sus tímpanos— llena de color: le sirve para pintar el paisaje que mejor resume sus emociones.

No extraña entonces que su casa, en Módena, exhiba miles de discos de vinilo como parte de una de las colecciones de jazz más increíbles que jamás se haya visto. Tampoco sorprende que aproveche sus platos para levantar altares a figuras como Thelonious Monk o Billie Holiday, a quien no se cansará nunca de escuchar. Una y otra vez. Y de nuevo, otra vez. Por si las dudas: una vez más.

En silencio, ¡jamás! De música se rodea casi compulsivamente. De gusto exquisito, sí que sabe elegir, entre el montón, temas precisos para cada ocasión. Con frecuencia se le ve buscando algo en el celular que calce con el momento o, simple y llanamente, compartiendo su más reciente descubrimiento: “¿Ya oíste a Broadcast 2000? Ven, te muestro, es increíble…” Usuario empedernido de YouTube o de aplicaciones como Soundhound o Shazam, se traga al mundo con la boca de su tímpano.

Se trata, pues, de un tema mayor para Bottura. Lo que suena en Osteria Francescana es todo menos accidental. Sus playlists son el resultado de horas de gustosa penitencia. Maceran años de historia y se pasean por todo tipo de artistas e influencias, desde Charlie Parker y Herbie Hancock hasta Vinicio Capossela, Mario Biondi, Norah Jones, Nirvana, Bob Marley, City and Colour, Iron and Wine, Mumford and Sons o Erykah Badu.

“La música es parte del panorama de ideas que usamos a diario como inspiración. En lo personal, encuentro las respuestas de mis búsquedas en mis pasiones, y ésta es una de ellas”, confiesa el chef.

Manuel Martin-Loeches, profesor titular de Psicobiología de la Universidad Complutense de Madrid y experto en neurociencias, subraya cómo la música es capaz de funcionar como detonante. “Dispara emociones que modulan e influyen en procesos de percepción y, por supuesto, inciden en la memoria, facilitando el recuerdo posterior de una situación. En un restaurante, debe contribuir a sellar momentos”.

La percepción de la música está íntimamente ligada a las emociones. Impacta de forma directa el sistema límbico sin pasar por el filtro de la parte más consciente para establecer un contacto con eso que guardamos en nuestras profundidades.

Sentarse a comer en Osteria Francescana, como añadido a la experiencia gastronómica que brinda, significa oír a Massimo desnudo —y un recuerdo así es difícil de borrar. Porque escuchamos dentro del sonido, inmersos en su propia realidad —y no a distancia, como ocurre entre la vista y el objeto que se observa—. Tim Ingold invita a pensar que no se trata de algo mental ni material, sino de un fenómeno de la experiencia, de nuestra inmersión y fusión con el mundo en el que estamos. Y aunque buena parte ocurre de forma subliminal, o de forma periférica a las necesidades más inmediatas, queda claro que los sonidos pueden influir en el ánimo, en la atención —y en la vida misma— igual que una dulce taza de café, una llovizna inesperada o el encuentro con algo insospechado. Pregúntenle a Bottura. O a Schopenhauer: “La inexpresable profundidad de la música, tan fácil de comprender y sin embargo tan inexplicable, se debe al hecho de que reproduce todas las emociones de nuestro ser más íntimo, pero de una manera totalmente falta de realidad y alejada de su dolor […] La música expresa sólo la quintaesencia de la vida y sus acontecimientos, nunca éstos en sí mismos”.

¡Silencio!

De todos los sentidos, el oído es el que se desarrolla antes. A las 14 semanas, el feto ya es capaz de distinguir voces, sobre todo la de la madre. El brasileño Carlinhos Brown va más allá. “Desde que nuestros padres nos procrean, crecemos en el vientre al ritmo de un corazón. De acuerdo con ese ritmo, usamos el primero de nuestros sentidos y, desde entonces, nos volvemos percusionistas”, comenta en su documental Milagro de Candeal.

El bebé nace a través del llanto. Así pues, el sonido es el primer medio por el cual conocemos el mundo. Desde el primer día de su existencia hasta el último, el hombre oye sin interrupción. Es imposible para este sentido ausentarse del entorno. No en vano, los instrumentos para despertar recurren al oído.

“Los humanos somos una especie tanto lingüística como musical. Es algo que se adquiere de formas diversas. Todos podemos percibir la música: tonos, timbre, intervalos, contornos melódicos, ritmo. Integramos todas esas cosas y construimos la música en nuestras mentes, utilizando muchas partes del cerebro. A esta apreciación estructural en gran medida inconsciente de la música, se añade una reacción emocional a menudo muy intensa y profunda”, apunta Oliver Sacks en Musicofilia.

En consecuencia, al ser humano le cuesta entender o manejar una situación sospechosamente silenciosa, no está hecho para tal ausencia; necesitamos de cierta dosis para nuestro equilibrio. Siendo así, ¿por qué hay restaurantes que obvian la música?

Cualquier proceso que sea creativo le agua la boca a Andoni Luis Aduriz. Entre sus esfuerzos, vale citar proyectos como Mugaritz bso, una Banda Sonora Original que incluye partituras culinarias, relatos y un documental sobre sinergias creativas, que contó con los aportes del compositor Felipe Ugarte y los escritos de Harkaitz Cano.

Llama la atención que en su establecimiento no ponga música. La sala se mantiene callada, con la intención de brindarle al comensal un territorio neutral que ayude a captar mejor una cocina que se expresa a modo de susurro, “justo por encima del silencio”.

“La comida que servimos es compleja y de un alto nivel de sofisticación; prefiero que el lugar esté en silencio para distorsionar la experiencia del comensal lo menos posible y no envolverlo en una cacofonía”, asevera convencido de una gran mentira: la gente no puede hacer varias cosas a la vez.

“Tu cerebro economiza, no está todo el tiempo igual de activo en todas sus funciones, entra y sale de distintos canales. Cuando te levantas por la mañana y te pones algo de ropa, tu cerebro te informa que tienes algo puesto. Pero luego se desconecta y, en consecuencia, olvidas que tienes ropa encima. Así pasa con todo. Tu mente anula cosas para centrarse en el foco que más le interese”. Y a él, a Andoni, le interesa que los cerebros hagan foco en su mesa sin bordes, y sin miedo a encontrarse con sí mismos.

Atención. No quiere decir que Aduriz no busque ni ofrezca musicalidad en casa. Todo lo contrario. Y como suele ocurrir en Mugaritz: propone un lenguaje expresado en formas distintas y hasta misteriosas, distantes de cualquier convención.

Uno de sus platos más celebrados le llegaba al comensal servido en un mortero. Se le convida a moler, por sí mismo, las distintas semillas que hay en él. El golpe contra la superficie se contagia rápido en medio de un gran performance. Al tiempo en que se genera un vínculo entre los clientes, Mugaritz se transforma en todo un campanario, irresistiblemente perfumado por el aroma de las especias machacadas. La interacción entre la gente y tales estímulos hace del momento algo indeleble.

En el silencio de Mugaritz encuentro, sin embargo, la oportunidad de imaginar un mundo sonoro en el interior de las cosas mudas, de encontrar sabor, color, sonido… vida, en eso que calla. No en vano, el silencio está para romperse. Mientras no usemos para ello a Bossa n’Stones, todo bien… Al final, por los oídos también se alimenta el hombre. Lo que nos entra por las orejas, igual que por la boca, claro que importa.