Cocinera, fundadora del legendario restaurante Chez Panisse de Berkeley (California) y pionera del activismo ejercido desde la cocina, Alice Waters ha dedicado la mayor parte de su su vida a defender un enfoque de nuestra forma de alimentarnos basado en la sostenibilidad y en el respaldo a los productos y productores locales, así como a introducir la educación culinaria y sobre alimentación en las escuelas. La chef afirma que vivimos en una “cultura fast food” en la que no solo consumimos comida rápida, sino también los “valores” que van asociados a ella (uniformidad, velocidad, disponibilidad, precios bajos, cantidad por encima de calidad…), y apunta posibles soluciones para dejar de hacerlo.
«Vivimos en una “cultura fast food” en la que no solo consumimos comida rápida, sino también los “valores” que van asociados a ella (uniformidad, velocidad, disponibilidad, precios bajos, cantidad por encima de calidad…)»
Todos sabemos que nuestro mundo se enfrenta a grandes problemas en la actualidad: adicción, degradación medioambiental, desigualdades políticas y económicas, pobreza en el uso de la tierra, hambre infantil y por encima de todo el cambio climático. Pero todos estos problemas tan graves son en mi opinión el resultado de un mal más profundo y fundamental: todos ellos son subproductos de algo más insidioso, algo tan profundamente enraizado, tan destructivamente elemental y penetrante que abona el terreno para que todos los otros problemas puedan florecer. Y a no ser que lidiemos con este mal sistémico más profundo y oscuro, creo que todo el resto de problemas nunca llegarán a desaparecer realmente. Quizá mejoren un poco, pero siempre regresarán bajo una u otra forma. Al no abordar este mal subyacente me da la sensación de que estamos tratando de curar los síntomas de la enfermedad sin enfrentarnos a las causas primordiales de la propia enfermedad.
¿Y cuál es ese mal más profundo y fundamental? El conocido autor Eric Schlosser ha señalado que en Estados Unidos vivimos en una “Fast Food Nation”. Es triste decir que en mi país la gente se alimenta principalmente a base de comida rápida. Y sorprendentemente, la gente no se da cuenta o no quiere darse cuenta. Es increíble que Eric escribiese ese libro hace veinte años y que la gente siga siendo adicta a la comida rápida. Por ejemplo, en Estados Unidos el 20% de las comidas se consumen en el coche. El 85% de los niños no comen ni una sola vez al día sentados a la mesa con su familia. Y la gente cree que la comida rápida es más asequible que la que uno mismo cocina. Así que quizá es algo que realmente no queremos ver.
Si hay algo que he llegado a comprender claramente a lo largo de la última década es que la comida rápida no tiene que ver solamente con comida, sino con algo mucho más amplio: tiene que ver con la cultura. Y la cultura es el conocimiento, la experiencia, las creencias, los comportamientos, los mitos y las costumbres de una sociedad. Es la estructura moral invisible bajo todo aquello que nos guía de modo consciente e inconsciente y, por tanto, afecta a todo lo que hacemos. La cultura define nuestros puntos de vista, dicta nuestra visión del mundo y nuestro modo de actuar en él, cómo nos relacionamos con el medio ambiente, cómo nos vemos a nosotros mismos, cómo nos expresamos, cómo nos relacionamos entre nosotros, cómo nos sentimos, cómo hacemos negocios, cómo organizamos nuestro hogar, nuestra arquitectura, nuestras escuelas, nuestro entretenimiento, nuestro periodismo, cómo tratamos a los demás, la ropa que vestimos, nuestra política, etcétera, etcétera. La “cultura fast food” se ha convertido en la cultura predominante en Estados Unidos. Y me temo que también se está convirtiendo en la cultura predominante en todo el mundo. Y esto está ocurriendo porque la “cultura fast food”, como todas las culturas, tiene su propio sistema de valores, al que yo denomino los “valores fast food”. Si comes en un restaurante de comida rápida o al modo “fast food”, no solo te estás malnutriendo, sino que sin querer estás también digiriendo los valores de la “cultura fast food”. Y esos valores pasan a formar parte de ti, como la comida. Y una vez que esos valores se convierten en parte de ti, te cambian. Empiezas a tener una perspectiva diferente de las cosas, distintos anhelos, distintos estándares morales y distintas expectativas. Ahora tus deseos y apetitos están programados por la “cultura fast food” y por eso empiezas a crear un mundo deshumanizado para ti mismo sin siquiera saberlo, un mundo en el que los “valores fast food” son inherentes y parecen apropiados.
Uniformidad. Este es un ejemplo de “valor fast food”, la idea de que todo debe ser igual allí donde vayas. El perrito caliente que te sirven en Nueva York debe ser exactamente igual que el que te dan en Río de Janeiro. La feijoada que comes en Sao Paulo debe ser la misma que la que te sirvan en Hong Kong. El macchiato de Starbucks que por lo visto puedes conseguir en cualquier parte hoy en día debe ser exactamente igual en Seattle o en Dubai. Y si no es así, es que algo va mal. La uniformidad es algo que damos por sentado. Y es algo que, de hecho, nos gusta mucho. Nos ayuda a sentirnos cómodos en lugares desconocidos, justo como la hamburguesa que podemos comernos en casa. “Ese taco sabe como el de México DF y tiene el mismo aspecto”.
La uniformidad nos reconforta y nos ayuda a sentirnos seguros, o al menos creemos que lo hace, porque la uniformidad, como todos los “valores fast food”, esconde cualidades más profundas y oscuras. Hay algo sospechoso en ella, algo que rechazar, incluso algo que temer. Con el tiempo, quieres que todo, no solo la comida, tenga el mismo aspecto, quieres que todo sea igual. Buscas el mismo tipo de programas de televisión dondequiera que vayas, diseñas los mismos edificios en cada ciudad, empiezas a querer la misma ropa que todo el mundo lleva o buscas hoteles que te resulten familiares, cadenas, marcas, tiendas reconocibles en cada lugar al que vas. La uniformidad, como valor, promueve la pérdida de individualidad y regionalidad, la presión para ajustarse a la norma, la falta de respeto hacia aquello que es único, incluso los prejuicios y el control. Todos los huevos deben tener el mismo aspecto, todas las casas deben parecerse, todo el mundo debe comportarse de una determinada manera, o de lo contrario habrá que denunciarles.
La velocidad es otro “valor fast food”. Las cosas tienen que ocurrir muy deprisa, mejor cuanto más rápido. Lo encargas y lo recibes. Si lo quieres, deberías tenerlo. Ahora mismo. Sin esperas. Cuanto más deprisa se hace algo, mejor. En Estados Unidos, Amazon te lleva la compra a tu puerta tan deprisa como puede. Incluso hay algunas empresas que te devuelven el dinero si no te llevan la comida a la hora a la que la esperas, lo que es bastante asombroso. Y cuando vives de esta manera, me temo que no son solo tus expectativas las que se ven deformadas, sino que nosotros mismos nos distraemos fácilmente, perdemos la noción de que las mejores cosas llevan su tiempo: cultivar alimentos, cocinar, aprender un idioma, montar un negocio o, si vamos al caso, llegar a conocer a alguien. Hoy en día nos sentimos frustrados si no obtenemos una gratificación instantánea. No hay maduración, no hay tiempo para la reflexión, no hay paciencia. Cuanto más deprisa se entregue, cuanto más deprisa se comunique, más valioso será. El tiempo es oro. ¿Cuántas vacas al día se pueden sacrificar en el matadero? ¿Cuántos pacientes por hora puede ver un médico? ¿Cuánto tardas en comer tu almuerzo? ¿A qué velocidad puedes bajarte los mensajes a tu teléfono?
Disponibilidad. Otro “valor fast food”. La idea de que deberíamos poder conseguir todo aquello que queramos donde y cuando queramos, 24 horas al día y siete días por semana. Deberíamos poder conseguir un aguacate en los Andes en mitad del invierno. Y probablemente podemos. A veces puedes incluso conseguir agua Evian en Nairobi o una piña en Tierra de Fuego. La retorcida idea de la disponibilidad, en mi opinión, no sólo malcría a la gente, sino que hace que pierdan la noción de su situación en el tiempo y el espacio. Si la disponibilidad es constante, las temporadas dejan de tener importancia. ¿Por qué esperar a las últimas manzanas del verano que crecen a la vuelta de la esquina cuando podemos tener manzanas envasadas al vacío todo el año en el supermercado? De repente deja de estar claro, e incluso se convierte en irrelevante, si algo es originario de un cierto lugar. La cultura local y el carácter especial de lo que ocurre aquí y ahora se convierten en algo menos importante que la inmensa realidad (o irrealidad, según yo lo veo) global y homogeneizada del “puedes conseguir todo lo que quieras”.
Lo barato. Esto es algo omnipresente en Estados Unidos. Hay una mezcla absoluta de lo barato y la disponibilidad. Existe la profunda sensación de que valor equivale a chollo. Compra dos y llévate uno gratis. Cuatro hamburguesas por un dólar. Come por menos. Una de las primeras cosas que Jeff Bezos, presidente de Amazon, hizo cuando compró Whole Foods, la cadena americana de supermercados semisostenibles, fue bajar los precios. Vale, algunos clientes se vieron beneficiados, pero ¿qué pasa con la gente que cultivaba esa comida y la llevaba al mercado? La “cultura fast food” hace que te olvides de ellos, lo que le conviene. También del coste medioambiental de la agricultura a gran escala. Y de la cantidad de carbono que se necesita para el transporte y la refrigeración. Con la preeminencia de lo barato ya nadie entiende el coste real de las cosas. En primer lugar, porque nadie se lo dice. En segundo lugar, porque los precios se ponen artificialmente, apoyados por subsidios, juegos de manos corporativos y créditos. Cuando lo barato tiene un valor tan elevado, la gente deja de hablar de la calidad de las cosas. O de lo malo o lo bueno que algo puede ser para ti o para el planeta. Sólo se habla de que es una ganga. “Menuda ganga”. Lo cierto es que -y esto es algo que todos necesitamos aprender- la comida debe ser asequible, pero nunca barata. Cuando escucho que alguien dice “lo compré más barato ahí”, intuitivamente pienso que en algún lugar hay alguien siendo explotado. No puedes no pagar por algo aquí por lo que alguien allí no está recibiendo lo que merece y esperar que no haya otros problemas allí, como los que tenemos con el medio ambiente y el cambio climático.
Más es mejor. Cuanta más comida apiles en tu plato, más feliz serás. Cuantas más latas encuentres en los anaqueles del hipermercado, mejor. El buffet será muchísimo mejor cuanto más grande. Básicamente, cuanto más tengas, cuantas más opciones se te ofrezcan, mejor. Encuentro que este “valor fast food” es de lo más extraño, porque en lo que a mí respecta, cuando me dan muchas cosas, muchas opciones, me siento sobrepasada y agobiada. No hay espacio para el discernimiento, se trata tan solo de peso y volumen. Y con el volumen viene el desperdicio. En Estados Unidos nuestras bolsas de basura y vertederos se llenan cada vez con más cajas y plásticos de burbujas procedentes de cosas que fueron enviadas desde el otro lado del mundo. Incluso en una zona de Nueva York, al lado del río, donde solía haber grandes edificios de apartamentos, hay ahora trasteros en los que metemos las cosas que ya no caben en nuestras casas. Tenemos que almacenarlas para así poder comprar más.
Terminología. La cultura de la comida rápida también se apropia del significado de las palabras con el fin de obtener un beneficio. Yo llamo a esto un problema de terminología. ¿Qué significa hoy en día “orgánico”? ¿Y “natural”? Si vamos al caso, ¿qué significa “comercio justo” o “fresco”, cuando las cosas tienen dos o tres semanas y han sido transportadas a lo largo de dos mil kilómetros? Las definiciones de estos términos han sido secuestradas y parecen fluctuar y tener más que ver con el marketing y la presentación que con intentos de clarificar e informar. Y lo que es más aterrador es lo deprisa que estos términos son secuestrados. Cuando el “movimiento por la comida” da con un nuevo término que nos funciona, como “sostenible”, inmediatamente es absorbido por la “cultura fast food” y utilizado indiscriminadamente en todas partes. El término se vuelve borroso y engañoso, cuando no pierde por completo su sentido. Pensemos en expresiones como “libre de pesticidas” o “aprobado por el gobierno”. ¿Y qué hay de “criado al aire libre”? ¿Los huevos de gallinas criadas al aire libre son orgánicos? ¿Criadas al aire libre significa que disponen de tres metros cuadrados de hierba o que realmente están sueltas en el campo? No tenemos ni idea. Y hay muchos otros términos resbaladizos.
Estándares. Detrás del problema de la terminología está el problema de los estándares. ¿Cuáles son los estándares que estamos utilizando y de dónde vienen? Parecen ser estándares, pero no significan nada. Y cambian de un país a otro. Lo que es orgánico para un agricultor de China, por ejemplo, puede no serlo para un granjero orgánico de California. Y esto confunde a todo el mundo, frustrando el objetivo por el que en un principio se establecieron los estándares. Peor incluso: algunos estándares reducen los estándares, como es el caso de la compañías alimentarias que presionaron para que compuestos fabricados, como el jarabe de maíz, se considerasen ingredientes naturales en sus productos. Otro estándar que me resulta desconcertante es la idea de los bonos de carbono. Si pagas por ellos, recibes un salvoconducto, en cierto sentido, para contaminar otros países. ¿Qué clase de estándares son esos? Parecen más estándares de privilegio. ¿Los bonos de carbono contribuyen a salvar la selva en Brasil? En muchos casos, los estándares son una especie de engaño, una especie de mentira.
La falta de honestidad. Solía pensar que la falta de honestidad era el más importante “valor fast food”, pero ahora pienso que es la avaricia. La avaricia es el valor que está causando la mayor cantidad de destrucción en nuestro mundo. El impulso de favorecer el beneficio y la acumulación financiera por encima del valor humano y la protección medioambiental. No debería sorprenderme, pero tengo que decir que estoy sorprendida. Me sorprende la incesante colisión entre las corporaciones y los gobiernos y aquellos que son responsables de proteger y alimentar nuestro preciado suministro de alimentos y nuestros recursos naturales.
Por tanto, sí, existe una “cultura fast food” y, sí, impregna todos los aspectos de nuestras vidas. Y, sí, está literalmente cambiando el mundo en el que vivimos. Pero, afortunadamente, existe un contrapeso, un antídoto al que llamo -lo que no es ninguna sorpresa- “cultura slow food”, que también tiene sus propios valores. Los conocen: sostenibilidad, estacionalidad, diversidad, economía, interconectividad, interdependencia, responsabilidad, colaboración, autenticidad, generosidad. ¿Y cómo podemos despertar valores como estos? ¿Cómo podemos abogar por los “valores slow food” en un mundo fast food? ¿Cómo redescubrirlos? ¿Cómo cultivarlos y asegurarnos de que enraízan y florecen? En otras palabras, ¿cómo educamos a la gente y le mostramos cómo alimentar “valores slow food” en su día a día? Estoy convencida de que las escuelas son el mejor lugar para lograr que esto ocurra. En Estados Unidos la educación es nuestra última institución realmente democrática. Las escuelas son el lugar en el que podemos introducir y enseñar a una nueva generación un nuevo modo de vivir y de cuidar del medio ambiente. Son un lugar común en todas las culturas, donde podemos llegar a todos los estudiantes del mismo modo y rápidamente, mientras todavía son jóvenes, y están abiertos y aprendiendo, antes de que sean adoctrinados por la “cultura fast food”. Las escuelas son, en mi opinión, los lugares donde podemos promover un cambio profundo y duradero.
En los últimos 25 años he estado trabajando en construir una alternativa, un currículo educativo comestible para todas nuestras escuelas. Es un currículo que utiliza en clase una cocina interactiva y un huerto para enseñar “valores slow food” como materia académica. Ahora mismo tenemos una red de 6.500 escuelas alrededor del mundo. Y el punto fuerte de esta visión debe ser un nuevo tipo de cafetería en la que los estudiantes se sienten juntos en mitad de cada día para compartir una comida orgánica recién cocinada. De este modo la escuela deja de dar dinero a la “cultura fast food” y empieza a comprar alimentos y suministros directamente a los agricultores y ganaderos locales. Yo llamo a esto “agricultura apoyada por la escuela”. Comparte todas las ideas de la “agricultura apoyada por la comunidad”. Puede ser un motor económico vital para las economías locales y a participar de verdad en una agricultura regenerativa. ¿Se imaginan si todas esas escuelas devolviesen todas sus sobras, todo aquello que no hubiesen cocinado para el almuerzo, a las granjas? ¿No sería una manera fantástica de abordar el cambio climático? Si esto ocurre, los viejos y venenosos sistemas alimentarios, con sus transportes de larga distancia y sus envases y sus aditivos y conservantes entrarán en declive y morirán, al tiempo que nacerán nuevas redes sostenibles, vibrantes y autosuficientes.
Esto es lo que llevo 47 años haciendo en mi restaurante, Chez Panisse. Pero siempre fue un gran placer, nunca lo consideré un trabajo. Cuando conocimos a Bob, nuestro agricultor, le dimos unas semillas para que las plantase. Hoy, muchos años después es él quien nos dice qué comer: “Tengo un montón de ortigas creciendo por todas partes. ¿Podéis hacer algo con ellas?”. Uno de los platos de más éxito de Chez Panisse es una pizza de ortigas. La gente la pide precisamente porque no pueden imaginarse comiendo algo así, algo tan espinoso que crece en el campo. Por tanto lo que hemos hecho es deshacernos por completo de los intermediarios. Quizá tenemos 30, 40 o 50 personas a las que compramos alimentos a lo largo del año, y a lo mejor una tiene solo una morera enorme, pero otros nos proveen a diario, como Bob.
Es fantástico que algo así pueda ocurrir. Este es el modo de sacudir el sistema alimentario. Es algo increíblemente subversivo. Nadie sabe si estás utilizando el minúsculo presupuesto que el gobierno estadounidense reembolsa a las escuelas para comprar directamente a los agricultores (y lo sé porque tenemos experimentos en marcha en todo San Francisco). Podemos hacerlo, porque los agricultores quieren ayudarnos, quieren que se les pague el coste real de los alimentos. Y cuando se le pide al agricultor que venda a las tiendas de alimentación, tienen que venderlo al por mayor. Imaginen que el agricultor recibe el coste real de la comida. Es lo que yo llamo una “revolución deliciosa”.