Si nosotros mismos hemos dejado de ser los que éramos, tiene su lógica que las tradiciones sigan el mismo camino, puesto que son construcciones sociales, levantadas por humanos en constante cambio. Es lo que opina el Catedrático de Antropología de la Alimentación en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) Xavier Medina. Desde este punto de vista, la importancia de que una tortilla lleve o no cebolla o de que a una paella se le añada chorizo o incluso insectos es relativa: pocas incorrecciones, pocos atentados contra la tradición se pueden considerar tales en un ámbito que evoluciona a base de cuestionamientos, negociaciones y articulación de nuevas demandas y necesidades que van readaptando y recreando el pasado, modificando los patrimonios inmateriales para que podamos seguir disfrutando de ellos.
P. En principio la gastronomía podría no parecer un terreno especialmente propicio a la ofensa. Sin embargo, puesto que implica cultura y tradición, incluso ideología, puede ser un territorio en el que alguien se puede sentir ofendido cuando siente que estas han sido atacadas de alguna manera.
R. La alimentación, las cocinas, la gastronomía, son construcciones que se encuentran dentro de la cultura y, desde ese punto de vista, ya son ideológicas. El hecho de que sean construcciones sociales quiere decir además que están en continua construcción y evolución. Y todo ese cambio implica que hay espacio para discutir, desde ahí siempre podemos encontrar diferentes puntos de vista. Los que lo ven desde una perspectiva más continuista y apegada a lo que se había hecho antes y los que están más dispuestos a explorar. Pero aun así tampoco están tan lejanas una de las otras.
P. Se tiende a pensar que los platos tradicionales han estado ahí casi desde el big bang, pero resulta que como mucho suelen ser cien años. Sueles poner el ejemplo del pa amb tomaquet, que apenas tiene un siglo, como ocurre en el País Vasco con las kokotxas o el bacalao al pil pil…
R. Hay una frase de Juan Mari Arzak que se me quedó muy grabada. Le preguntaban en una entrevista de qué se sentía más orgulloso a lo largo de toda su carrera y la respuesta me sorprendió: estaba orgulloso de que al menos un par de sus creaciones se habían convertido en platos tradicionales. Ahí tenemos una de las maneras de construir la tradición, algo absolutamente reciente que incorporamos a nuestra manera de hacer e incluso a nuestras identidades de manera relativamente fácil, mientras que en otros casos hay cosas que son muy difíciles de incorporar. La tradición la vamos haciendo, transformando continuamente, y buena parte de nuestras tradiciones son muy recientes y se nos ha olvidado de cuándo son o las hemos transformado de manera también muy reciente y no tienen nada que ver con lo que había hace 80 o 100 años por ejemplo. Por otra parte, la alimentación, al ser parte de la cultura, está relacionada con la identidad en sí. Es un aparador importantísimo para mostrarnos ante los demás. Todo el mundo presume de lo bien que come, de que “como aquí no se come en ningún sitio”, y el aquí puede ser cualquier lado. Desde ahí hay mucha gente que se erige en guardiana de esas identidades, de esas tradiciones, y se ve afectada por los cambios. Y a partir de ahí puede haber grandes discusiones sobre si la tortilla de patata lleva cebolla o no o si la paella puede llevar determinados ingredientes. En cierto sentido se ven más las recetas que los procedimientos, cuando nuestras cocinas están principalmente hechas a base de procedimientos y no de recetas.
P. En uno de tus artículos hablas de una “paella prehispánica” elaborada en México para turistas que llevaba incluso insectos, por si lo del chorizo no fuese ya suficiente motivo de escándalo…
R. Si no recuerdo mal, lo del chorizo en la paella ya lo incluía Emilia Pardo Bazán a principios del siglo XX en uno de sus libros de cocina. No se trata tanto de innovación, sino de que en determinado momento hemos llegado a la conclusión en ciertos lugares de que eso es así, pero el ser así implica que sea discutible igualmente.
P. Te fijas en alguno de tus escritos en que en un determinado momento los restaurantes de alta cocina empiezan a incluir en sus menús alimentos considerados “de segunda”, en lugar de ingredientes de lujo. En otro tiempo quizá se habría considerado una provocación encontrarse unas acelgas en el mundo de fine dining…
R. La construcción de lo que es la alimentación y la gastronomía está siempre viva. Y llegó un momento en el que más allá de la innovación y la experimentación esos restaurantes empiezan a tener una nueva consciencia de que las cocinas tradicionales se encuentran en la base de todo lo que sabemos, con lo cual ¿por qué no ir a buscar en ellas determinados elementos a los que igual les habíamos dado el papirotazo de manera demasiado alegre? En cualquier caso, esos elementos se ven bajo la luz de una nueva intención innovadora y todo eso se recupera y se integra en las nuevas maneras de hacer.
P. La preocupación por el impacto de la alimentación en el medio ambiente, la huella de carbono, el bienestar animal… ha polarizado el debate gastronómico. En un barrio, lo incorrecto es defender los transgénicos, las pizzas en los comedores escolares o la ganadería industrial. En el otro, hacer lo propio con la agricultura ecológica o el pastoreo…
R. Una cosa que me llamó mucho la atención fueron algunos de los carteles que se vieron en las manifestaciones de los agricultores, dirigidos contra la Agenda 2030 y las normativas ambientales. Estamos inmersos en procesos que nos están obligando a repensar el momento presente, las maneras de producir y las maneras de comer, pero vemos que ahí hay muchos intereses, hay gente que se está jugando su economía y su sustento. Hay muchas opiniones y quizá también necesidades de velocidad diferentes. Todo esto complejiza el sistema a la hora de producir, distribuir, preparar, comer y cocinar. Se van colando las demandas sociales, que no van en una sola dirección. Cada una está vista desde los intereses del colectivo al que pertenece y desde ahí se convierten en diferentes movimientos de presión.
P. Los productos para veganos que imitan a la carne escandalizan a algunos carnívoros, porque no las entienden, porque encuentran en ellos una contradicción al ser productos ultraprocesados, porque en el fondo van contra tradiciones ancestrales como la matanza, la caza… que se ven amenazadas.
R. El hecho de que sean alimentos ultraprocesados y por tanto seguramente no muy buenos para la salud no es en absoluto contradictorio con los presupuestos del veganismo, cuyo objetivo principal y diría que casi único es el bienestar animal. No tienen ningún foco en el impacto en el medio ambiente ni en el hecho de que se utilicen productos que vengan del otro lado del mundo, cuya huella de carbono puede ser enorme. Por otra parte, hay tradiciones que no estamos viendo en perspectiva, porque algunas no son las mismas que hace algún tiempo, se han venido transformando y se seguirán transformando en el futuro. La caza se ha transformado en las últimas décadas, ahora tiene regulaciones, armas que antes no existían, diferentes maneras de organizar. Todo eso se ha ido adaptando y ahora se está enfrentando a otros aspectos que vienen más del lado social y que problematizan el bienestar animal, independientemente de si a veces una batida contra jabalíes puede estar bien vista o incluso promocionada por la administración. Son aspectos que no son contradictorios, pueden formar parte de la flecha en distintas direcciones del mismo vector.
P. Una cocinera mexicana se quejaba de que el chef que tiene los restaurantes mexicanos más premiados de Estados Unidos es blanco y nació en Chicago. Aunque reconocía que había hecho mucho por dar a conocer esa cocina a su público, apuntaba a que había levantado un imperio sobre un conocimiento hasta cierto punto “robado” a otras personas que no habían llegado tan lejos. En qué medida es correcto hablar de apropiación cultural cuando recetarios tradicionales se basan en productos y técnicas de otros lugares…
R. Nuestras culturas alimentarias se han ido transformando a lo largo del tiempo, integrando unos productos y eliminando otros conforme las necesidades lo pedían. El ejemplo está en nuestras propias cocinas. Qué sería de la dieta mediterránea sin el tomate, el pimiento o la patata, que son todos americanos. Otra cosa son los saberes alimentarios, que también están relativamente abiertos y accesibles y los podemos utilizar. Pero cuando alguien expresamente busca determinados conocimientos y saca un beneficio económico haciéndolos suyos, sin citar siquiera la procedencia, es otra cuestión. Aquí puede haber una cierta discusión ética, a pesar de la permeabilidad de esos conocimientos. Habría que ver en cada caso qué es lo que se ha tomado, cómo se ha reelaborado. Esto no se da solo entre distintos países, sino también en el interior de los propios países, como ocurre en México, con chefs mexicanos que están haciendo lo mismo con comunidades indígenas.
P. Otro de los focos de tus investigaciones son las rutas turísticas, la “turistificación” de la alimentación, la búsqueda obsesiva de “lo auténtico”, la invención o escenificación de tradiciones para plegarse a los visitantes a través de ofertas estereotipadas…
R. El problema ocurre cuando se identifican nichos a partir de los cuales se puede sacar un beneficio económico. Un ejemplo claro en relación con los espacios alimentarios son los mercados. El activo cultural más visitado de Barcelona desde el principio del siglo XXI es el mercado de La Boqueria. Los turistas van a los mercados porque en principio no son lugares turísticos, es decir, ahí puedes ver cómo come la gente de verdad. Pero en un momento dado los mercados detectan que hay interés por parte del turista y entonces algunos puestos se van transformando para que, además de mirar y hacer fotos, compre algo, cosa que normalmente no hace porque allí lo que se vende son productos frescos y el turista está en un hotel y no tiene cocina. Así empiezan a ofrecer pizzas, comida para llevar, zumos de frutas, cosas envasadas al vacío para que te las puedas llevar de souvenir… En Madrid el Mercado de San Miguel tampoco es ya un mercado. Se ha convertido en un lugar donde ir a tomar algo, a comer sushi, donde casi no puedes comprar nada… Y de este modo la gente que antes iba a comprar al mercado ya no encuentra las cosas que buscaba, con lo que se tiene que ir a otro o a otras partes de ese mercado que ha dejado de ser “auténtico”, aunque no tengamos ni idea de qué quiere decir esto. Y del mismo modo, los turistas que buscan algo no turístico también han dejado de ir porque está, precisamente, lleno de turistas. Es el pez que se muerde la cola.
P. También las cocinas tradicionales se “rebajan con agua” aunque se ofrezcan como “auténticas”, porque quizá de lo contrario el turista no podría con ellas.
R. En México se ve cómo se está reduciendo el contenido en picante porque los turistas no los aguantan. En otros casos, platos que llevaban elementos de casquería se quitan para que las personas mínimamente sensibles los puedan pedir. Otros se están transformando también en veganos porque ya hay un buen número de gente con esa demanda. Pero todo esto forma parte de las negociaciones que tenemos siempre alrededor de la cultura alimentaria.
P. Pero si estas adaptaciones se repiten la suficiente cantidad de veces a lo largo de los suficientes años terminarán convirtiéndose en lo tradicional…
R. Esto ya ocurre. La mayor parte de las personas cocinan en sus casas la paella mixta, que viene del “menú turístico” que Fraga idea en los años 60 para ofrecer un plato que reúna las maravillas de España y que además tenga los colores de la bandera española: verduras, carne, pescado, marisco… todo metido ahí dentro. Y lo que ha pasado es que la población en general vio que era un plato rico, que se convirtió en algo señalado a través de los medios de comunicación y de promoción institucional y así fue entrando en las casas. Hoy en la mayoría de regiones, quitando quizá las del área mediterránea, la paella que se hace es principalmente mixta, porque si no le pones gambas parece que no sea una paella. De este modo hemos reinventado una tradición a partir de algo que era solo un recurso turístico.
P. Hablando de esta búsqueda de “lo auténtico”, sea esto lo que sea, José Miguel Mulet decía hace poco que lo más genuino de nuestra época es lo que encuentras en el supermercado, entre otras razones porque dentro de 20 años encontrarás cosas distintas.
R. Poca gente tiene acceso a huertas o tiene producción propia, así que si lo que buscas es lo que la gente come en su casa, la comida del supermercado sería la comida real. Otra cosa es que tú tengas otra idea de lo genuino, y entonces resulta que cada día compras y comes cosas que para ti no son auténticas. Lo comes porque es cómodo o más barato, pero a lo mejor para ti lo auténtico son los platos que hacía tu madre en los 60 o los 70, que recordarás con cariño toda tu vida. Mulet tiene razón en decir que seguramente en 20 años no encontraremos lo mismo en el supermercado, porque comeremos de manera distinta, igual que hace 20 años comíamos de manera distinta a como comemos hoy. Si queremos recrear los platos de la abuela, que dejó sus recetas en un cuaderno, tampoco podemos hacerlo, porque no tenemos los mismos utensilios, porque quizá ella usaba una cocina económica de leña, mientras que yo utilizo inducción, porque quizá cocinaba para diez personas y yo para dos, porque aquello tenía demasiada grasa o estaba demasiado cocido y el gusto y la textura ya no responden al paladar de hoy… ¿Dejan de ser auténticos por eso? En el fondo lo que hacemos son recreaciones, adaptaciones. Recreamos y readaptamos el pasado, las tradiciones, para que den respuesta a nuestras preguntas de hoy.
P. En uno de tus artículos tú mismo te preguntas: “¿Es posible que el patrimonio deba recurrir a procesos de preservación y museificacación como única forma de asegurar la continuidad cultural?”. ¿Hasta qué punto se puede fijar en el tiempo una tradición culinaria?
R. No se puede. Es imposible. El patrimonio inmaterial, del que formarían parte las cocinas, está condicionado a que esté vivo. Y si está vivo, quiere decir que está en evolución. Y aunque no nos demos cuenta, esos patrimonios varían. No le puedes poner puertas al campo, porque se te va a escapar por otro lado y ese patrimonio que tienes idealizado va a cambiar y dentro de un tiempo será distinto. Si hablamos del patrimonio material, una de las funciones de la museificación es fijar e impedir que un determinado bien se deteriore o acabe desapareciendo. En un museo tratas de intervenir lo menos posible sobre un cuadro para que esté siempre igual, como un vestigio del pasado, pero de todos modos tienes que transformarlo, porque aparecen agujeros, la humedad le ataca, el tiempo afecta al color… así que hay que ir repintándolo y arreglándolo. En el fondo pasa lo mismo con el patrimonio inmaterial: se va transformando con el tiempo, se añaden cosas, se quitan otras, porque nosotros tampoco somos los mismos, vamos evolucionando y demandando nuevas cosas a ese patrimonio para poder seguir usándolo. Y si tenemos que seguir usándolo, el patrimonio se tiene que adaptar tanto a nosotros como nosotros a él.