*Especial de Marta Fernández Guadaño para Diálogos de Cocina
La RAE lo define como “circunstancia o acontecimiento vivido por una persona” o, en otra acepción que quizás también encaje aquí, “hecho de haber sentido, conocido o presenciado alguien algo”. Hace unos días, un amigo comentó: “el perfil en Instagram de una zapatería ‘habla’ de ‘concepto’ y ‘experiencia’”. Miedo. En la mesa, se busca la ‘experiencia’, bajo una visión tan amplia y ambiciosa por parte del hostelero, como indefinida por parte del comensal. ¿Es que el acto de comer no es suficiente ‘experiencia’?
En todo caso, la pregunta que rige a diario cualquier local en el que se despache comida, sean tapas, menú del día, ‘cuchara’ o creaciones de alta cocina, es idéntica: ¿qué demonios quiere el cliente? En la cuestión, está la trampa: ¿quién es el cliente? Es uno y es muchos, ya que el usuario que toma un café o un plato del día en el bar de la esquina situado junto a su trabajo actúa por pura conveniencia; mientras que el que se cruza el globo para sentarse en una anhelada mesa de Girona, Errenteria o Copenhague llega con su mochila cargada de expectativas. Y, dentro de este último perfil, está el entregado gastrónomo felizmente dispuesto a la inmolación que se le ‘exija’ por el mero hecho de disfrutar comiendo, pero, al mismo tiempo, está el obsesivo coleccionista de estrellas y ‘50 Best’, a quien quizás le pesa más presumir de los hechos que disfrutar de las circunstancias reales que rodean a esos hechos. A su vez, entre estos recalcitrantes ‘foodies’ (o ‘fooldies’ o ‘fudis’), a quienes con una frecuencia mayor de la deseada les importa más el continente que el contenido, está el comensal obsesionado por sentarse en el último local abierto en Madrid o Barcelona. “Ya he estado”, anuncia alguien en una reunión entre amigos, al referirse a la antepenúltima inauguración, que aún ‘no es’, porque aún no ha abierto. Pero esa persona ya estuvo ayer. En la sociedad del ya imposible tiempo real, vale todo: lo importante es ‘estar’ casi antes de que el lugar ‘exista’. Es el precio del contexto actual, basado en la falsa idea de que ‘la gastronomía está de moda’, cuando el acto de comer sencillamente ‘no’ puede estar de moda.
Es solo autocrítica, porque soy comensal. Pero, quizás, esta reflexión siga sin responder la cuestión que obsesiona al hostelero, cocinero o empresario gastronómico: ¿Qué demonios quiere la gente cuando va a un restaurante? No rotundas, pero sí hay respuestas.
Seguro quiere libertad para elegir, sin sentir imposiciones, lo que deriva en el avance de las cartas y listados de platos, frente al monoformato del menú (degustación) como única opción; y, a la vez, implica una oferta en diferentes gramajes (ración, media, tercio, cuarto…), algo que concede mayor libertad y poder de decisión sobre la cantidad y el gasto.
Además, busca comodidad para comer y, en un acto tan subjetivo como comer, eso presupone pura subjetividad: hay quienes adoran las barras como la mejor fórmula de mesa posible, y hay quienes las aborrecen y buscan la comodidad de un comedor. En torno al confort, también se plantean múltiples formas de comer: Andoni avanza en el sueño de despachar un menú consumido por su cliente en Mugaritz enteramente con las manos; mientras Aitor se pregunta por qué su rodaballo no puede disfrutarse por completo con los dedos y el exigido chuperreteo que ‘pide’ este gelatinoso pez sometido a la brasa de Elkano, sin recurrir a un solo cubierto.
Y, después, está el ‘feng shui’, subjetivísima sensación de bienestar en la atmósfera de un restaurante, que puede convertirse en un paréntesis frente a un día a día que ya puede resultar lo suficientemente agresivo sin buscarlo.
Por supuesto, el horario: un comensal quiere comer a la 1 del mediodía o a las 3 de la tarde, incluso a las 5 p.m., hora a la que otro llegará a cenar porque su cultura así lo dicta.
Vale, llegamos a la palabra de la que tratábamos de huir: ¡el concepto! ¿Qué es? Dejemos la RAE: con el mix de reflexiones anteriores, un completo plan de negocio y financiación suficiente (¡ahí es nada!), queda definir si ‘seremos’ bar, cafetería, coctelería, casa de comidas, formato monotemático (especializado, quizás, en platos carnívoros, marinos o vegetales) o espacio de alta cocina. O mil fórmulas más que, seguro, están por inventar.
Con todo estos indicadores (formato de oferta, formas de comer, atmósfera, horario y concepto de negocio), el hostelero afronta la difícil misión de idear la fórmula que persigue lo que, a veces, prevé improbable: fidelizar al ‘díscolo’ y exigente cliente. Queda, en todo caso, un elemento más: las expectativas, factor subjetivo e incontrolable, que puede ser parcialmente gestionado con la poderosa arma de la búsqueda de la autenticidad.
Sin olvidar, además, que lo que hace triunfar a un hostelero no implica que a otro le vaya a funcionar, porque el éxito por repetición (o copia) no suele abundar (¡menos mal!). Y, aún mejor, lo que funciona ahora mismo, el 1 de febrero de 2017, puede que ya no valga el 1 de marzo o, directamente, es posible que el 2 de febrero haya caducado.
Un momento, hay respuesta. ¿Qué demonios quiere el comensal? Eso, que no se te olvide: ¡comer bien!